El debut de Black Sabbath, cincuenta años después

Escrito por el 13 febrero, 2020

Black Sabbath en 1970, cuando empezaba su influyente y glorioso trayecto.

El sonido a lija gruesa de la púa se mezcla con una lluvia poco prometedora. Oscura, con truenos y campanas, y que levanta un hedor mortuorio. No es bueno el presagio. Detrás, emerge un riff pesado, uno de los más pesados en una época en que el heavy estaba en pañales. Había que darle un tiempo de maceración al final del sueño “flower-power”, claro. El tema se llama igual que la banda y que el disco: Black Sabbath. Cargadito el nombre… Al tipo del riff, Tony Iommi, le falla la motricidad de dos dedos de su mano derecha, a causa de un accidente laboral. El calmo Geezer Butler, bajista y autor de la letra, es quien imprime al tema la estructura precisa. Al baterista Bill Ward no hay nada que reprocharle: va en línea con el tritono y el tempo exigido por una guitarra lenta, fantasmal y grave. Al tipo que canta, Ozzy Osbourne, no se le escapa una nota: es monocorde, viscoso y singular. De su voz emerge una figura de negro con ojos de fuego que lo señala y viene a buscarlo. Habla de un Luzbel sonriente que no solo se lo quiere llevar a él sino a la gente del barrio. 

Escuchar esta historia de cine clase Z hoy, bueno, es como creer en Adán y Eva. Pero en 1970 cargaba con una contundencia onírica que el rock and roll aún no había abordado y que, dada las ausencias de un Capussotto y de una industria cinéfila destinada a asustar niños en masa -o incluso del tardío sinceramiento de los músicos-, proponía una mística de alteraciones, alucinaciones, ácidos y miedos posta. Bien en conexión con el momento iniciático en que se creó. Exactos cincuenta años atrás, porque fue el 13 de febrero de 1970 cuando salió a la luz esa ópera primera de Black Sabbath, destinada a pegar un tremendo volantazo en la historia del rock.

Entonces, la banda llevaba poco de andar y, tal como sus contemporáneos Deep Purple, había nacido bajo una impronta indefinida, onda Move, casi en las antípodas de la identidad por descubrir. Alguito de agua tuvo que correr bajo el puente para que el nombre de la banda mutara, también. Para que Osbourne, Iommi, Butler y Ward fundieran nervios, y fundaran un estilo que marcaría a fuego miles de bandas, entre el hard rock, el doom metal y el dark, pasando por todo lo que hay en el medio. Eran casi chiquitos cuando sucedió. El guitarrista tenía 16 años y el baterista 19 cuando armaronMythology en Aston, un barrio obrero de Birmingham que por entonces habitaban no más de veinte mil personas.

Osbourne tenía 21 y Butler dos menos cuando se encontraron con aquellos, previo paso por otra banda de garage: Rare Breed. Uno más tenían todos cuando, subidos al vértigo que proponía el rock de entonces a caballo del tándem Beatles-Stones, formaron la fugaz The Polka Tulk Blues Company (luego Earth). Y dos más cuando Iommi, desencantado de un breve paso por Jethro Tull, decidió ponerse definitivamente los largos y refundar la banda bajo un nuevo nombre que, casual y causalmente, era el de una película de terror. Ya no había marcha atrás: el miedo era la clave del éxito.

Lo aciago, que no solo suena y se lee en el tema epónimo, sino en todo el resto del disco. ¿Qué representa “Sleeping Village”, acaso, sino la voluminosa espesura que el rock and roll necesitaba para bañar con petróleo las buenas ondas hiponas? ¿Qué “The Wizard”, sino el albedrío de utilizar una herramienta folkie como la armónica, pero con fines contrarios? ¿Qué “Behind the Wall of Sleep”, sino una sinergia irrompible entre voz y riff que bandas como Led Zeppelin o Steepenwolf depurarían durante los tormentosos ’70? ¿Qué la misteriosa «N.I.B.», otra con letra de Butler, sino la esencia de un sonido valvular que sería bandera y consigna de rockeros refractarios por los años de los años? ¿Qué la versión de “Evil Woman”, sino ponerle los puntos, salvar del anonimato a Minneapolis Crow, sus ignotos creadores?

Escuchar esta historia de cine clase Z hoy, bueno, es como creer en Adán y Eva. Pero en 1970 cargaba con una contundencia onírica que el rock and roll aún no había abordado y que, dada las ausencias de un Capussotto y de una industria cinéfila destinada a asustar niños en masa -o incluso del tardío sinceramiento de los músicos-, proponía una mística de alteraciones, alucinaciones, ácidos y miedos posta. Bien en conexión con el momento iniciático en que se creó. Exactos cincuenta años atrás, porque fue el 13 de febrero de 1970 cuando salió a la luz esa ópera primera de Black Sabbath, destinada a pegar un tremendo volantazo en la historia del rock.

Lo aciago, que no solo suena y se lee en el tema epónimo, sino en todo el resto del disco. ¿Qué representa “Sleeping Village”, acaso, sino la voluminosa espesura que el rock and roll necesitaba para bañar con petróleo las buenas ondas hiponas? ¿Qué “The Wizard”, sino el albedrío de utilizar una herramienta folkie como la armónica, pero con fines contrarios? ¿Qué “Behind the Wall of Sleep”, sino una sinergia irrompible entre voz y riff que bandas como Led Zeppelin o Steepenwolf depurarían durante los tormentosos ’70? ¿Qué la misteriosa «N.I.B.», otra con letra de Butler, sino la esencia de un sonido valvular que sería bandera y consigna de rockeros refractarios por los años de los años? ¿Qué la versión de “Evil Woman”, sino ponerle los puntos, salvar del anonimato a Minneapolis Crow, sus ignotos creadores?

¿Y qué, fundamentalmente, de “Warning”, lejos el mejor tema del disco, en el sentido de su tacto intrínseco, tal vez subconsciente, para compendiar con densidad adecuada todo lo antedicho? Poca duda cabe que en esta pieza, que en el disco original aparece junto a “Sleeping…” como un solo tema, se halla todo el mundo Sabbath en una canción. La forma intrincada, poco convencional, “única”, de Iommi tocando la guitarra. La psicodelia pintada de negro. La fuerza motriz de Ward. El bajo arquitectónico de Butler. Ese Ozzy nasal, casi narrando, poniendo un poco de sosiego al infierno, con una letra algo menos ingenua que la del tema que abre el disco. “Ahora, todo el mundo está moviéndose porque hay hierro en mi corazón/ No puedo evitar llorar porque decís que tenemos que separarnos/ La tristeza se apodera de mi voz mientras estoy aquí sola/ Y te veo alejarte lentamente, un amor que nunca he conocido”.

El tema, cuya composición pertenece a otra banda que se perdió en la noche de los tiempos (The Aynsley Dunbar Retaliation) es incluso el que mejor ilustra musicalmente aquella tapa de alto impacto. La de la hermosa pero tenebrosa mujer (Louise) vestida de negro con un gato a upa, secundada por un molino medieval, y figuras del ángel caído y de otro de los que no, merodeando el árbol de atrás. Esa leyenda de que la mujer apareció en el revelado es puro verso, claro.

El disco, cuyo sonido terminó de aniquilar al sueño de los ’60, fue publicado por Vertigo Records, subsidiaria de Phillips destinada a editar rock progresivo. Lo produjo Rodger Bain, quien haría lo mismo con Rocka Rolla, el primero de Judas Priest, y la nota central de la grabación fue que se hizo casi en directo, de una toma. El impacto de Black Sabbath en la prensa especializada fue pésimo, al punto de impedir que los siete temas del disco se pasaran en la radio. Pero no ocurrió lo mismo con el público. Se vería bien pronto, apenas medio año después, cuando ciertos temitas llamados “Paranoid” o “Iron Man” le escupieron la cara a más de un escéptico. Un plan turbulento, renegado y genial estaba en marcha: el de las cruces plateadas y su resplandor. Cincuenta años después, escucharlo resulta un goce reciclado y, por lo tanto, imprescindible.



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